martes, 14 de octubre de 2008

Segundos


Escueto fue, conciso y preciso. El péndulo y la suspensión primavera del reloj se detuvieron con inmensa celeridad. Los suspiros de aquel lugar se habían apagado junto con las sonrisas y las penas. Todo enseñaba neutralidad. Se escuchaban silencios ordenando el bullicio de las calles, se oían pérfidos ríos clamando piedad y armonía. No existía la música ni la lírica; no había espacio para la escultura, sólo había desierto. Existía un tanto de sequedad y de miseria, mas se había esfumado todo rastro de inspiración. El reloj callaba, por algunos segundos lo hizo, y la vida lo acompañó en el silencio; se detuvo en lo más magnífico de su propia esencia. No atrajo la muerte, sino la dicha. Los alientos estaban congelados en el calor asfixiante del no-espacio, del no-tiempo. En las innatas sensaciones revindicadas se sentía el pudor y el atrevimiento, pues con dobles filos el silencio atacaba el nerviosismo de un paradero inseguro. No habían vecinos, ni prójimos, ni personas mismas; sólo la más pura introspección del alma única y perfecta. Fueron sólo segundos de placer, unos momentos vividos en exaltación y agitación; pero aún así en el más gigante silencio.

Callaban también las letras, y hubo momentos de desesperación pues las miradas no se cruzaban, y los ojos abiertos no veían nada más que la blancura ahogante de lo vasto ninguno. No había ni siluetas ni configuraciones espectrales de elementos sagrados. Yo, por mi parte, y conmigo mismo, mirábamos sin ver los océanos profundos que acotaban llagas de inmundicia y bochornos nocturnos. Intentábamos también mirar los planos musicales que aquellas notas silenciadas por el tiempo intentaban resonar en el espacio sin materia. Pero de manera entonces benéfica, nos dimos cuenta que era innecesario; no para toda una vida, sino para un momento de deleite puro e indemne, pues el silencio era lo que nuestros espíritus necesitaban. El silencio santo que aguardaba en el silencio mismo, sin esencia, sin verdad, sin influencia.

Nos dimos cuenta que la falta de ruido y la desesperación hizo rehabilitar a nuestros rígidos cuerpos de mártires, que las suspensiones primavera volvían a estirarse en su longitud exacta de vida, que los cánones de hábito encontraban camino de nuevo, camino andando por nuevos pastizales renovados por el viento que se llevó la soledad y el escarmiento. Encontramos en el silencio la esencia pura de la subsistencia natural humana, y con una afirmación nacida de lo más profundo de la blancura ahogante, el reloj revivió el péndulo muerto y el tiempo volvió a correr, renovado también, agradecido pues nos había obsequiado un nuevo momento de dulzura y carisma; y había revivido el tiempo también, pues su entidad ha perdurado en la metáfora de la existencia humana, del sueño comprensivo de un hombre que quiso volver a vivir, y lo había conseguido.

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