miércoles, 25 de junio de 2008

Blancura


Hace ya días que estoy en este lugar, precioso y carismático. Un pueblo como muchos otros pero con la sutileza irreemplazable que siempre he añorado. Sus casitas son todas hechas de madera, no podría decir qué tipo de madera, pero son café y son oscuras; me gustan. Existe sólo una calle, de tierra constantemente mojada y poco polvo. La gente es única aquí. Son blancos, cristalinos, bellos. Hasta el día de hoy no he visto ninguna cara larga, ninguna sonrisa a media asta, ninguna tristeza, sólo serenidad. Es imposible evitar la tentación de quedarse acá, han sido pocos días de estadía y espero que se hagan eternos. No sé cuánto tiempo más estaré aquí. Todo va bien. Me encanta este pueblito. Todo es genial. Sólo una cosa: No está mi hijo. Lo extraño como nunca antes, pero me es imposible sentir nostalgia; sólo lo extraño. Quisiera que esté aquí conmigo pero no sé ni siquiera dónde él se encuentra. Las casitas siguen siendo bonitas.


Había olvidado mencionar algo: sus ventanas son todas simples y sin detalles, pero son tan especiales, destellan tanta luz que parecen vitrales de una catedral. Mi hijo está por llegar, tiene que estar. Hoy he hablado con gente del lugar, nadie asoma una mueca de seriedad, todos alegres contemplando el pueblito, la calle de tierra, las casitas. Me gusta ver sus expresiones, me rehabilita, me colma de paz, me siento sensacional con esta gente; no me quiero ir.

Prefiero esperar a mi niño aquí, en este mismo lugar, para que pueda ver lo que la verdadera alegría es. Sé que se pondrá feliz, sacará esa sonrisa magnífica que me reconforta siempre, aún cuando ya no lo necesite más en un lugar como éste. Algunas veces, cuando cierro mis ojos, cuando controlo mi serenidad, puedo escuchar su voz. Es tenue, pero dulce y amigable. Dice palabras comprensibles pero no necesito entenderlas; algunas veces incluso suspira. Otras, sigo cada sílaba que él pronuncia pero nunca llego a armar una palabra, sólo intento sentir la brisa que su boca lanza sobre mi mejilla. Mi hijo también me sopla, cuando estoy muy cerca intentando escucharlo; me sopla y se ríe, se burla de mi necesidad de estar con él. No lo hace con mala intención, sólo juega, pues su potencial de dulzura es demostrado en sus juegos repletos de sabiduría e inocencia.
Algunas veces, me escribe, y es cuando logro abrir mis ojos, y leer las letras que deambulan al frente mío, danzando y moviéndose sigilosamente impulsadas por los suspiros de mi niño. Es una maravilla, y por eso no puedo sentir nostalgia; lo extraño, pero lo llevo aquí dentro.
Eventualmente, podré ver su silueta, hablándome en la blancura de sus ocasos, en la claridad de sus noches, diciendo palabras comprensibles por mí, repitiendo lo mismo una y otra vez, calmándome, acariciándome. Y eso es lo que me hará feliz, lo que me llevará a pasear por prados imaginarios, por riachuelos virtuales, por fantasías reales; pues a mi niño lo extraño, pero lo llevo aquí dentro.

3 comentarios:

Huilen dijo...

Blancura, serenidad, perfeccion y a la vez simpleza. Lo encontré calido, acogedor, encantador.
buen escrito francisco :)
un saludo nos vemos mañana ;)

Lechuga

Unknown dijo...

No supe cuando ni cómo, no me fije en la hora ni en que me ardían los ojos, no quize respirar por miedo a interrumpir, no podía dejar de ver a tu hijo jugando contigo, no me quería ir de aquel paradisiaco pueblito. Si hasta sentí crujir la madera de las casas, creí sentir la brisa que bailaba en el aliento de tu hijo, creí conocer la sabiduría e inocencia que señalas de sus juegos. Sólo creí en todo lo que me regalaste al escribir.

Anónimo dijo...

precioso...


precioso