viernes, 22 de febrero de 2008

El Candelabro

Francisco miró el candelabro con ternura. Un gesto unánime y artificial brotó de su cuerpo como esporas en el campo. Aquella ternura recién nacida, que había corrompido la dicha de la tristeza, estaba tomando forma dentro del jóven. Francisco tomó el encendedor y comenzó a prender aquel plateado candelabro.

El color del objeto reflejaba, de una u otra forma, la amargura que Francisco sintió por mucho tiempo. La sombra ennegrecía el candelabro en la base y, a medida que el jóven levantaba la mirada, la luz resurgía en el objeto. El jóven notaba como los parajes de su vida se iban clareciendo, hasta llegar a la luz. ¿Tan corto podía ser el camino a la luz? Era incomprensible, no podía ser que la felicidad estuviera tan próxima.

Al momento en que el jóven prendía la última vela del candelabro, su corazón le avisó que una respuesta indeleble había aparecido. Las manos comenzaron a temblar de una manera estrepitosa y Francisco olvidó para siempre su ternura. No moriría nunca más como lo había hecho antes, pues había llegado a la luz. No era cuestión de tiempo ni merecimiento, sino de decisión. Francisco, ofuscado y confuso, pudo percibir lo que su propio corazón le dictaba. ¡Basta! No podía soportar más amargura, no más ternura cínica. Tres luces flameaban destellantes en el candelabro plateado, sólo faltaba una. ¿Qué era la felicidad sin aquella llama?

Francisco lloró entonces, como nunca antes lo había hecho. No eran lágrimas de pena ni de alegría, eran lágrimas de amor. No era el producto de un sentimiento sino el sentimiento mismo. Cada gota escurridiza representaba los momentos que el jóven vivió. Su respuesta estaba ahí, en su vida. Aquella flama que faltaba era la salida de su amargura, el sonar final de las trompetas, el encuentro con la felicidad. Y aunque era incomprensible para el resto, Francisco supo que cuando prendió aquella vela, no estaba terminando lo carnal, sino que lo estaba amplificando en un sin fin de frecuencias lacónicas que seguirían bailando la danza de la eternidad, por siempre que él lo quisiera. Eso fue lo último que pensó Francisco, para cuando a su corta edad, encendió la llama de su felicidad.

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